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Jesucristo en Bluyín y Franela
Jueves, 7/9/2023 Los tiempos que corren están marcados por la complejidad. La dinámica global parece apuntar hacia escenarios donde el futuro de la raza humana, pareciera estar en riesgo. Para los apocalípticos, estamos llegando al fin de una era, donde el juicio final se expresa como el cierre de un devenir en el que la humanidad se ha perdido o se ha dado a la tarea de destruir todo a su paso. En contraposición a esta postura definitiva y sin salida optimista, están los que creemos que es posible dar un viraje a la historia; pero, tan titánica tarea, requiere el hacer cambios en nuestra manera de pensar y de actuar en consecuencia. Implica asumir el optimismo y la esperanza como herramientas en medio del caos y la pesadumbre.
Ahora bien, ¿es esto posible? Si entendemos que todo en la vida es pasajero, por supuesto que es posible. Hace pocos días reflexionaba al respecto, y caía en cuenta que, efectivamente, no hay un estado en nuestra vida que permanezca indefinidamente. Solo basta hacer una prueba y racionalizar cada vivencia. Por muy feliz que se sea, o por muy bien que uno se la esté pasando, la alegría, tiene fin; de la misma manera la tristeza, la rabia, el miedo.
Ese recorrido por las distintas emociones que van acompañadas de situaciones y vivencias disparadoras de dichas emociones, son las que nos recuerdan cada día que estamos vivos, que no somos máquinas, y que, precisamente, son esas emociones las que le dan ritmo al existir. Lo que ocurre, es que ante las circunstancias, sobre todo adversas o poco gratas, asumimos que éstas son una especie de castigo, que Dios la tiene cogida con uno, que somos los únicos que sufrimos o pasamos calamidades.
Bastaría con voltear la mirada un instante a nuestro alrededor y observar con detalle, como en cada rostro se dibuja algún “drama” particular. Basta con ver a algún niño hurgando en la basura; alguna madre pidiendo alimento; alguna persona que transita a duras penas sin una parte de su cuerpo. Y esto me recuerda una historia que en alguna oportunidad leí en las redes sociales sobre un niño muy pobre de algún país; el jovencito fue becado para estudiar en un colegio de gente muy rica, y cuando él se veía y se comparaba, se sentía incómodo al no sentirse parte de aquel grupo. Un día, llega y le pregunta a su padre: “Papá, ¿somos pobres?”
El padre no le respondió de inmediato sino que lo llevó a visitar una de las urbanizaciones donde vivía gente muy adinerada, en la que había casas que, por pequeña, tenían capacidad para estacionar hasta diez vehículos, con cualquier cantidad de lujos y comodidades. Al ver esto, el niño, le dijo: “Sí, papá. Somos pobres”. Luego, el padre lo llevó a visitar otra zona de la ciudad. Esta vez visitaron un barrio muy pobre, donde la gente apenas tenía algo de alimento cada día; donde las casas eran de latón y madera, piso de tierra, y no contaban con los servicios básicos, y en donde para cada habitante representaba un suplicio el vivir cada día porque carecían de casi todo. Entonces el niño, al ver esto, dijo: “No somos pobres”.
Moraleja: al final del día no tiene sentido las comparaciones. Hoy podemos estar en una situación y, de repente, esta puede cambiar. La riqueza o la pobreza son caras de una misma moneda, al igual que la alegría o la tristeza. Las situaciones y las circunstancias cambian. Todo cambia. Todo pasa. Debemos en cualquier caso evitar compararnos con los demás. Cada individuo es único. Dios nos regaló una vida para que la administráramos de la mejor manera, para que la viviéramos. Nuestro regalo es para disfrutarlo. Hoy podemos estar pasando por circunstancias adversas; incluso la muerte puede estar asomada en tu puerta, pero hasta que el fin no llegue, estamos en la jugada del vivir, y debemos jugar con todos los recursos con los que contamos, con la confianza depositada en un Dios que está ahí, a tu lado y un Cristo en bluyín y franela que te sostiene.
Lic. Humberto Luque M. CNP 10.348
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